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Crisis de 1640

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Retrato de Felipe IV de España por Velázquez (1644)

La Crisis de 1640 fue una de las crisis políticas más graves que vivió la Monarquía Hispánica de los Austrias, pues durante este periodo, la soberanía de la misma casa por poco desaparece. Durante esta etapa se produjo el proceso bélico de secesión del Reino de Portugal. Tuvo lugar durante el reinado de Felipe IV de España y entre sus causas principales se encuentra el proyecto de Unión de Armas propuesto por el valido Conde-Duque de Olivares.[1]​ Todo ello dentro del contexto de la guerra de los Treinta Años y de la reanudación de la guerra de los Ochenta Años contra los rebeldes de las Provincias Unidas de Holanda y Zelanda.

Esta crisis se enmarca en la que se conoce como crisis del siglo XVII, que afectó particularmente al sur y centro de Europa.[2]​ La Monarquía Católica de Felipe IV, como otras monarquías compuestas europeas, tuvo que hacer frente a importantes desafíos internos y externos que cuestionaban su estructura política y social. La monarquía francesa era la que estaba en mejor posición para evolucionar, no sin dificultades, al absolutismo, mientras que la inglesa, en momentos no menos terribles (Guerra civil inglesa), terminó encontrando una solución más avanzada: la monarquía limitada.[3]

Antecedentes

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En 1580 la Monarquía Hispánica, nacida con los Reyes Católicos en 1479, había incorporado al reino de Portugal, con lo que toda España —en el sentido geográfico que tenía este término entonces— quedó bajo la soberanía de un único monarca, Felipe II. Como advirtió Francisco de Quevedo en España defendida, obra publicada en 1609, «propiamente España se compone de tres coronas: de Castilla, Aragón y Portugal».[4]​ En cuanto a su estructura interna la Monarquía Hispánica era una monarquía compuesta en la que los «Reinos, Estados y Señoríos» que la integraban estaban unidos según la fórmula aeque principaliter, bajo la cual los reinos constituyentes continuaban después de su unión siendo tratados como entidades distintas, de modo que conservaban sus propias leyes, fueros y privilegios,[5]​ lo que implicaba que el rey católico no tenía los mismos poderes en sus Estados. Así, mientras en la Corona de Castilla gozaba de una amplia libertad de acción, en los estados de la Corona de Aragón y en Portugal su autoridad estaba considerablemente limitada por las leyes e instituciones de cada uno de ellos. Esto explica que Castilla soportara la mayor carga de los gastos de la Monarquía, pero que también gozara del beneficio de constituir el núcleo central de la misma —por ejemplo, la inmensa mayoría de los cargos eran ocupados por la nobleza castellana y por juristas castellanos— y que quedara adscrita a su Corona el Imperio de las Indias.[6]

La «decadencia» de Castilla, las necesidades de la guerra y las dificultades de la Hacienda real

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Retratos del rey Felipe IV de España y su valido, el Conde-duque de Olivares.

A principios del siglo XVII, la situación de Castilla —de donde hasta entonces habían salido los hombres y los impuestos que necesitaron Carlos I y Felipe II para su política hegemónica en Europa— ya no era la misma que la del siglo anterior. Como ha señalado Joseph Pérez, Castilla «se hallaba exhausta, arruinada, agobiada después de un siglo de guerras casi continuas. Su población había mermado en proporción alarmante; su economía se venía abajo; las flotas de Indias que llevaban la plata a España llegaban muchas veces tarde, cuando llegaban, y las remesas tampoco eran las de antes. En comparación con Castilla, las coronas de Aragón y Portugal habían conservado su autonomía interna, protegida por sus fueros y leyes, que limitaban el poder del rey».[7]

La difícil situación de Castilla y la caída de las remesas de metales preciosos de las Indias tuvo una repercusión inmediata en los ingresos de la Hacienda real,[8]​ cuya crisis se vio agravada en 1618 cuando comenzó la que sería llamada guerra de los Treinta Años y cuando en 1621 expiró la Tregua de los Doce Años con las Provincias Unidas —reanundándose así la guerra de los Ochenta Años—. Esa compleja situación es la que tuvieron que afrontar el nuevo rey Felipe IV y su valido el conde-duque de Olivares.[8]

Durante la guerra de los Treinta Años (1618-1648) la monarquía de Felipe IV tuvo que realizar campañas militares en toda Europa para mantener unido un conjunto territorial disperso y poco cohesionado, de valor estratégico muy dispar (península ibérica, sur de Flandes, media Italia, enclaves entre Francia y Alemania), sin descuidar el imperio ultramarino, a la vez que se seguía una política de prestigio o de «reputación», en defensa de la religión católica y de la rama austriaca de los Habsburgo, lo que explica que no se renovara la Tregua de los Doce Años con Holanda y que se interviniera en la guerra europea en contra de las potencias protestantes y la Francia de Richelieu. Todo ello hab�a que hacerlo en medio del aislamiento internacional que no se consegu�a romper a pesar de los intentos de conseguir una alianza con Inglaterra. Tampoco el papa exhib�a ninguna simpat�a a la Monarqu�a Cat�lica. Aun as� se hab�an conseguido �xitos notables, como mantener accesible la ruta de los Tercios o �camino espa�ol� entre Italia y Flandes (luchas por el enclave estrat�gico de la Valtellina, 1620-1639).

Pero el esfuerzo b�lico que requer�a la guerra era imposible de mantener para una hacienda sin recursos:

  • los ingresos americanos (extracci�n de metales preciosos estancada o en declive desde finales del siglo XVI, y dependientes del sistema de la flota de Indias, sometido al azar de las tempestades y la presi�n de piratas y corsarios de las potencias navales emergentes Inglaterra y Holanda;
  • los impuestos de la Corona de Castilla (tambi�n disminuyendo por la coyuntura de crisis y despoblaci�n y dependientes de unas Cortes que aunque nunca se negaron a conceder fondos, complicaban su concesi�n y forma de cobro),y que se quejaban de que los dem�s territorios de la monarqu�a no contribu�an significativamente;
  • la venta de jurisdicciones (se�or�os), que disminu�a el realengo y provocaba la refeudalizaci�n y la disminuci�n efectiva del poder real;
  • la pol�tica monetaria (devaluaci�n de la moneda de vell�n);
  • la deuda p�blica (juros), creciente y muy problem�tica, que condujeron a las sucesivas quiebras de Felipe IV.

El proyecto de Olivares: el memorial secreto de 1624 y la Uni�n de Armas

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El Conde Duque de Olivares, por Vel�zquez, 1632. Aparece un valido de gesto decidido en la c�spide de su poder y del de la Monarqu�a Hisp�nica, con el bast�n de mando militar, en un cuadro que es pendant con uno de composici�n sim�trica del propio rey, ambos en el Museo del Prado.

El proyecto de Olivares, resumido en su aforismo Multa regna, sed una lex, �Muchos reinos, pero una ley�,[9]​ que era sin duda la ley de Castilla, donde el poder del rey era m�s efectivo que en cualquier �provincia� que mantuviese sus tradicionales �libertades�, implicaba modificar el modelo pol�tico de monarqu�a compuesta de los Austrias en el sentido de uniformizar las leyes e instituciones de sus reinos. Esta pol�tica fue plasmada en el famoso memorial secreto preparado por Olivares para Felipe IV, fechado el 25 de diciembre de 1624, cuyo p�rrafo clave dec�a:[10]

Tenga Vuestra Majestad por el negocio más importante de su Monarquía, el hacerse Rey de España: quiero decir, Señor, que no se contente Vuestra Majestad con ser Rey de Portugal, de Aragón, de Valencia, Conde de Barcelona, sino que trabaje y piense, con consejo mudado y secreto, por reducir estos reinos de que se compone España al estilo y leyes de Castilla, sin ninguna diferencia, que si Vuestra Majestad lo alcanza será el Príncipe más poderoso del mundo.

Como este proyecto requería tiempo y las necesidades de la Hacienda eran acuciantes, el Conde-Duque presentó oficialmente en 1626 un proyecto menos ambicioso pero igualmente innovador, la Unión de Armas, según el cual todos los «Reinos, Estados y Señoríos» de la Monarquía Hispánica contribuirían en hombres y en dinero a su defensa, en proporción a su población y a su riqueza. Así la Corona de Castilla y su Imperio de las Indias aportarían 44.000 soldados; el Principado de Cataluña, el Reino de Portugal y el Reino de Nápoles, 16.000 cada uno; los Países Bajos del sur, 12.000; el Reino de Aragón, 10.000; el Ducado de Milán, 8.000; y el Reino de Valencia y el Reino de Sicilia, 6.000 cada uno, hasta totalizar un ejército de 140.000 hombres. El Conde-Duque pretendía hacer frente así a las obligaciones militares que la Monarquía de la Casa de Austria había contraído. Sin embargo, el conde-duque era consciente de la dificultad del proyecto ya que tendría que conseguir la aceptación del mismo por las instituciones propias de cada Estado —singularmente de sus Cortes—, y éstas eran muy celosas de sus fueros y privilegios.

Con la Unión de Armas Olivares retomaba las ideas de los arbitristas castellanos que desde principios del siglo XVII, cuando se hizo evidente la «decadencia» de Castilla, habían propuesto que las cargas de la Monarquía fueran compartidas por el resto de los reinos no castellanos, aunque nada dijeron de compartir también los beneficios.[nota 1]​ Unas ideas que cuando empezó la Guerra de los Treinta Años fueron también asumidas por el Consejo de Hacienda y el Consejo de Castilla. Este último en una «consulta» del 1 de febrero de 1619 afirmó que las otras «provincias», «fuera justo que se ofrecieran, y aun se les pidiera ayudaran con algún socorro, y que no cayera todo el peso y carga sobre un sujeto tan flaco y tan desuntanciado», en referencia a la Corona de Castilla.[11]​ Sin embargo, la opinión que tenían los arbitristas y los consejos castellanos sobre la escasa contribución de los estados de la Corona de Aragón a los gastos de la Monarquía no se ajustaba completamente a la realidad, además de que los castellanos sobrestimaban la población y la riqueza de los reinos y estados no castellanos, una idea que también compartía el Conde-Duque de Olivares.[12]

La oposición de los reinos y estados no castellanos a la Unión de Armas

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Mientras en la corte de Madrid la Unión de Armas fue recibida con grandes elogios —«único medio para la sustentación y restauración de la monarquía»—, en los estados no castellanos ocurrió exactamente lo contrario, conscientes de que si se aprobaba tendrían que contribuir regularmente con tropas y dinero, y de que supondría una violación de sus fueros, ya que en todos ellos, como ha señalado Elliott, «reglas muy estrictas disponían el reclutamiento y la utilización de las tropas».[13]

Según Joseph Pérez, la oposición de los estados no castellanos a la Unión de Armas se debió, en primer lugar, a que el cambio que se proponía «era demasiado fuerte como para ser aceptado sin resistencia» por unos «reinos y señoríos que habían disfrutado desde siglo y medio de una autonomía casi total»; y, en segundo lugar, porque «el propósito de crear un nación unida y solidaria venía demasiado tarde: se proponía a las provincias no castellanas participar en una política que estaba hundiendo a Castilla cuando no se le había dado parte ni en los provechos ni en el prestigio que aquella política reportó a los castellanos, si los hubo».[14]

Para la aprobación de la Unión de Armas el rey Felipe IV convocó para principios de 1626 Cortes del Reino de Aragón, que se celebrarían en Barbastro; Cortes del Reino de Valencia, a celebrar en Monzón, y Cortes catalanas, que se reunirían en Barcelona. En las del Reino de Valencia Olivares tuvo que cambiar sus planes y aceptar un subsidio, que las Cortes concedieron de mala gana, de un millón de ducados que serviría para mantener a 1.000 soldados —lejos, pues, de los 6.000 previstos— que se pagaría en quince plazos anuales —72.000 ducados cada año—. De las Cortes del reino de Aragón obtuvo dos mil voluntarios durante quince años, o los 144.000 ducados anuales con los que se pagaría esa cantidad de hombres —muy lejos también de la cifra de 10.000 soldados prevista por Olivares para el reino de Aragón—.[15]​ Y en cuanto a las del Principado de Cataluña no se consiguió vencer la oposición de los tres braços y como las sesiones se alargaban sin que se llegara a tratar la Unión de Armas, el rey Felipe IV abandonó precipitadamente Barcelona el 4 de mayo de 1626 sin clausurarlas.[16]

En 1632 Olivares volvió a intentar que las cortes catalanas aprobaran la Unión de Armas o un «servicio» en dinero equivalente y se reunieron de nuevo. Pero éstas aún duraron menos que las de 1626 ya que cuestiones de protocolo —como la reivindicación de los representantes de Barcelona del privilegio de ir cubiertos con sombrero en presencia del rey— y los interminables greuges agotaron la paciencia del rey y de nuevo se marchó sin clausurarlas. Como ha señalado Xavier Torres, el fracaso de estas nuevas cortes sancionó «de hecho, el divorcio entre el monarca —o su valido— y las instituciones del Principado».[17]

La crisis de 1640

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En 1636 la declaración de guerra de Luis XIII de Francia a Felipe IV llevó la guerra a Cataluña dada su situación fronteriza, por lo que, como afirma Xavier Torres, «los catalanes se encontraron, como aquel que dice, con la Unión de Armas en casa».[18]

El Conde-Duque de Olivares se propuso concentrar en Cataluña un ejército de 40.000 hombres para atacar Francia por el sur y al que el Principado tendría que aportar 6.000 hombres. Pronto surgen los conflictos entre el ejército real —compuesto por mercenarios de diversas regiones incluidos los castellanos— con la población local a propósito del alojamiento y manutención de las tropas. Se extienden las quejas sobre su comportamiento —se les acusa de cometer robos, exacciones y todo tipo de abusos—, culminando con el saqueo de Palafrugell por el ejército estacionado allí, lo que desencadena las protestas de la Diputación del General y del Consejo de Ciento de Barcelona ante Olivares.[19]

El Conde-Duque de Olivares, necesitado de dinero y de hombres, confiesa estar harto de los catalanes: «Si las Constituciones embarazan, que lleve el diablo las Constituciones».[20]​ Así a lo largo de 1640 el nuevo virrey de Cataluña, conde de Santa Coloma, siguiendo las instrucciones de Olivares, adopta medidas cada vez más duras contra los que niegan el alojamiento a las tropas o se quejan de sus abusos. Incluso toma represalias contra los pueblos donde las tropas no han sido bien recibidas y algunos son saqueados e incendiados. El diputado Tamarit es detenido. Los enfrentamientos entre campesinos y soldados menudean hasta que se produce una insurrección general en la región de Gerona que pronto se extiende a la mayor parte del Principado. El 7 de junio de 1640, fiesta del Corpus, rebeldes mezclados con segadores que habían acudido a la ciudad para ser contratados para la cosecha, entran en Barcelona y estalla la rebelión. «Los insurrectos se ensañan contra los funcionarios reales y los castellanos; el propio virrey procura salvar la vida huyendo, pero ya es tarde. Muere asesinado. Los rebeldes son dueños de Barcelona». Fue el Corpus de Sangre que dio inicio a la Sublevación de Cataluña. En diciembre se sublevaba el reino de Portugal y en el verano de 1641 se descubría la conspiración del duque de Medina Sidonia en Andalucía. Más tarde surgieron nuevas amenazas en Aragón, Sicilia y Nápoles.[21]

La sublevación de Cataluña

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Retrato de Pau Claris, protagonista de la Sublevación de Catalu�a de 1640 por liderar a la Diputaci�n del General y poner el territorio catal�n bajo la protecci�n y soberan�a de Luis XIII de Francia.

La idea de la Uni�n de Armas propuesta por el conde-duque de Olivares fue inaplicable por la oposici�n de las Cortes catalanas. A partir de 1636 la guerra lleg� a sus propias fronteras, en la que no tendr�an m�s remedio que colaborar las clases dirigentes catalanas (nobleza, clero y patriciado urbano), muy celosas de sus fueros y privilegios y que ya hab�an sufrido algunos agravios simb�licos por el rey y su valido. Los abusos del ej�rcito sobre la poblaci�n civil, tan habituales en todas las guerras de la �poca sin mirar si se efectuaban sobre la propia poblaci�n o sobre el enemigo, despertaron en el campesinado una conciencia de opresi�n que origin� la Guerra de los Segadores tras el Corpus de Sangre. La Diputaci�n del General acab� por ofrecer su fidelidad al rey de Francia.

La secesi�n de Portugal

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Retrato del Duque de Braganza (1643), futuro Juan IV de Portugal.

La concentraci�n de los escasos esfuerzos de la monarqu�a en sofocar la revuelta catalana provoc� la intensificaci�n de los movimientos conspirativos que en Portugal pretend�an la vuelta a una situaci�n de independencia de la que no gozaba desde 1580. La imprudente pero necesaria petici�n de m�s impuestos y de apoyo a la nobleza portuguesa para sofocar la revuelta catalana (27 de octubre de 1640) precipit� los hechos y el 1 de diciembre los descontentos proclaman como rey Juan IV de Portugal al duque de Braganza, sostenido por Inglaterra. Conseguir� con poco esfuerzo imponerse a los pocos apoyos de Felipe IV, tanto en el Portugal peninsular como en las colonias (con pocas excepciones, como Ceuta), y consolidarse en el poder.

La conspiraci�n del Duque de Medina Sidonia en Andaluc�a

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Con poca diferencia de fechas, se detect� y reprimi� con eficacia la conspiraci�n del Duque de Medina Sidonia en Andaluc�a (1641), donde el Duque de Medina Sidonia pretend�a establecer un reino separado, sin pr�cticamente ning�n apoyo interior, y con un apoyo exterior que, si es que existi� (una posible conexi�n con Portugal), fue irrelevante. Medina-Sidonia es encarcelado y Ayamonte ejecutado.

La conspiraci�n del Duque de H�jar en el reino de Arag�n

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El Duque de H�jar protagoniz�, junto con un personaje llamado Carlos Padilla (identificado como franc�filo convencido), un intento similar en Arag�n, unos a�os m�s tarde, en 1648.[22]​ Ambas (la de Medina Sidonia y la de H�jar) han sido caracterizadas como una muestra de oportunismo de los arist�cratas, similar al de la nobleza francesa de la �poca (La Fronda).[23]

Rumores de secesi�n del Reino de Navarra

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A ra�z de estos rumores secesionistas en el verano de 1648 encarcelan en Madrid a Miguel de Iturbide, pol�tico baztan�s muerto en la c�rcel de Santorcaz por considerarle el cabecilla de una conjuraci�n separatista en Navarra.[24]

Traici�n de D. Pedro Velaz de Medrano

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Tambi�n en 1648 este marino que hab�a dirigido la Armada de Barlovento se pasa a los franceses y amenaza con una flota corsaria las naves espa�olas en el Caribe en los a�os siguientes. El origen navarro de su linaje tambi�n hizo circular rumores de que pod�a pretender sublevar Navarra.[25]

Las revueltas de N�poles y Sicilia

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El asesinato de Don Juan Carafa (1647), durante la revuelta antiespa�ola en el Virreinato de N�poles.

M�s graves consecuencias podr�a haber tenido la revuelta llamada antiespa�ola de N�poles (1647), movimiento popular con caracter�sticas de mot�n de subsistencia liderado por el pescador Masaniello. El apoyo inicial de algunos sectores de la nobleza y patriciado urbano dur� poco al quedar claro que la mejor defensa de su situaci�n privilegiada era el propio Felipe IV y las tropas espa�olas que, al mando de don Juan Jos� de Austria, hijo natural del rey, entraron en la ciudad de N�poles en febrero de 1648. En Sicilia, donde hab�a estallado una revuelta similar, suceder� lo mismo en septiembre de 1648.

Consecuencias

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Partici�n de Catalu�a consecuencia del Tratado de los Pirineos (1659), con la parte cedida al Reino de Francia coloreada en oscuro.
Escenas de la Guerra de Independencia Portuguesa y la proclamaci�n de Juan IV como rey de Portugal.

La guerra en Europa no fue bien: ya se hab�a perdido la batalla naval de las Dunas (1639) y se perder� la batalla de Rocroi (1643). El Tratado de Westfalia (1648) puso fin a la guerra en Centroeuropa y moderniz� la diplomacia europea, haci�ndola m�s realista y menos dependiente de la religi�n. Los Habsburgo de Viena sobreviven. La monarqu�a cat�lica tiene que resignarse a todo. Se reconoce la independencia de Holanda (tras ochenta a�os de guerra con el par�ntesis de la tregua de los doce a�os concedida por Felipe III), como m�s tarde se reconocer� la de Portugal (1668). La guerra con Francia continu�, pero la situaci�n en Catalu�a evolucion� favorablemente a los intereses de los Austrias, aunque la paz de los Pirineos (1659) significó la partición del territorio catalán, mientras su parte principal volvía a la situación anterior a 1640, pues se respetaron los fueros tradicionales.

A pesar de que podía haber sido aún peor, los más de cien años de hegemonía española en Europa pasaban a la historia. Quedaba patente la Decadencia española que muchos contemporáneos (incluso el mismo Olivares) denunciaban desde principios del XVII. Escaso consuelo eran para un pueblo exhausto los artificiosos lujos barrocos que simultáneamente triunfaban en el arte y la literatura del Siglo de Oro. Eso sí, quedó a salvo la pureza de la fe en toda la Monarquía católica.

A principios de 1643 Felipe IV autorizaba al Conde-Duque de Olivares a que se retirara a sus tierras.[26]​ Se constataba así el fracaso de «una política audaz de integración hispánica que acabó en un desastre casi total» y que «estuvo casi a punto de hundir la monarquía [de Felipe IV]».[27]

Notas

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  1. "Cuando los castellanos se quejaban del intolerable peso que tenían que soportar, tendían a olvidar que su historia imperial no había sido exclusivamente una saga de autosacrificios. Si soportaban el peso de la Monarquía, en forma de provisión de tropas y dinero para la defensa de sus posesiones, también era cierto que habían conseguido casi el monopolio de los cargos en la Corte y en la administración imperial. Pero estos beneficios de la Monarquía, nada menospreciables, eran fácilmente pasados por alto; tan fácilmente como el hecho de que si las riquezas de las Indias habían supuesto a la larga sólo una pequeña ventaja para Castilla, sólo a Castilla podía imputársele el hecho" (Elliot, 1982, pág. 166).

Referencias

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  1. Elliot, op. cit; también otras obras posteriores de John H. Elliot, como Elliott, J.H. et al., 1640: La Monarquía Hispánica en crisis, Barcelona, 1991. El origen intelectual del concepto puede remontarse a autores anteriores, como Francisco Tomás y Valiente: Tomás y Valiente F., et al., La España de Felipe IV. El gobierno de la Monarquía. La crisis de 1640 y el fracaso de la hegemonía española, Madrid, 1982 (tomo XXV de la Historia de España de Espasa-Calpe).
  2. Aston, op. cit.
  3. Perry Anderson El estado absoluto
  4. Pérez, 1980, pp. 230-231
  5. Elliott, 2009, pp. 34-35
  6. Elliott, 2009, pp. 36-42
  7. Pérez, 1980, p. 231
  8. a b Pérez, 1980, p. 229
  9. Elliott, 2009, pp. 45-46
  10. Elliott, 1982, pp. 179
  11. Elliott, 1982, pp. 170-171
  12. Casey, 1988, pp. 458-459
  13. Elliott, 1982, pp. 185
  14. Pérez, 1980, p. 232
  15. Elliott, 1982, pp. 191-195
  16. Torres, 2006
  17. Torres, 2006, pp. 48-49
  18. Torres, 2006, p. 49
  19. Pérez, 1980, pp. 233-234
  20. Pérez, 1980, pp. 234-235
  21. Pérez, 1980, pp. 235-237
  22. [1][2]
  23. Ramón Menéndez Pidal, José María Jover Zamora (eds.) (1990) Historia de España, Volumen 25, Madrid: Espasa-Calpe, ISBN 8423948331, pg. 509
  24. Jesús María Usunáriz Garayoa (2006). Historia breve de Navarra. Madrid: Silex. p. 176-177. ISBN 978-84-7737-147-2. 
  25. TÉLLEZ ALARCIA, Diego (2015). Jaque al Rey: la conspiración del marqués de Tabuérniga. Endymion. p. 235. ISBN 978-84-7731-563-6. 
  26. Pérez, 1980, pp. 240-241
  27. Pérez, 1980, pp. 230;228

Bibliografía

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  • ELLIOT, J. H. (1990). El Conde Duque de Olivares. Barcelona, Crítica. ISBN 84-397-0248-5. 
  • ASTON, TREVOR (ed.) (1983). Crisis en Europa (1560-1660). Madrid, Alianza. ISBN 84-206-2359-8. 
  • Casey, James (1988). «De reino a provincia: de la Valencia foral a la absolutista (1609-1707)». En Manuel Cerdá (dir.), ed. Historia del pueblo valenciano. Valencia: Levante. ISBN 84-404-3763-3. 
  • Elliott, John H. (1982) [1963]. La rebelión de los catalanes. Un estudio sobre la decadencia de España (1598-1640) [The Revolt of the Catlanas-A study in the Decline of Spain (1598-1640)] (2.ª edición). Madrid: Siglo XXI. ISBN 84-323-0269-04 |isbn= incorrecto (ayuda). 
  • Elliott, John H. (2009). «Una Europa de monarquías compuestas». España, Europa y el mundo de ultramar (1500-1800). Madrid: Taurus. ISBN 978-84-306-0780-8. 
  • Pérez, Joseph (1980). «España moderna (1474-1700). Aspectos políticos y sociales». En Jean-Paul Le Flem; Joseph Pérez; Jean-Marc Perlorson; José Mª López Piñero y Janine Fayard, ed. La frustración de un Imperio. Vol. V de la Historia de España, dirigida por Manuel Tuñón de Lara. Barcelona: Labor. ISBN 84-335-9425-7. 
  • Torres, Xavier (2006). La Guerra dels Segadors (en catalán). Lérida-Vic: Pagès Editors-Eumo Editorial. ISBN 84-9779-443-5.